La palabra felicidad es demasiado ambiciosa, dicha es quizás menos pretenciosa. Schopenhauer sostenía que el arte de la felicidad consistía ante todo en el conocimiento de sí mismo y en el aprovechamiento de la propia personalidad con vistas a conseguir la alegría del ánimo, la salud del cuerpo y tranquilidad del espíritu. La vida -según él- es una lucha continua, en perpetuo dolor, que sólo puede ser aliviado a través del arte y el ascetismo. A mí, la literatura no me ha salvado ni mitigado el sufrimiento. El conocimiento es un viento feroz y su silencio, la piel. Mis lecturas sólo me han servido para reanudar el vínculo con los creadores y sus obras literarias: Cabrera Infante, hace un “collage” con todos los hechos y nombres que terminan por dilatar el presente. Durrell es una especie de Anti-Proust que clama el imposible regreso, el milagro de la madeleine reflejándose inversamente en el perverso milagro del perfume de Justine que, reconocido alejaba para siempre a su amante. Pizarnik me inhibe. La belleza de sus versos son descubrimientos casi milagrosos del lenguaje. Los escritores del postboom escriben para satisfacer las demandas del mercado. Ellos se consideran producto de la cultura light (en estos tiempos donde lo que importa es el "aquí y ahora"), y se entregan a la fácil formula de "escribir para entretener". Así pues, después de haber estado leyendo con el cálculo y la astucia de los grandes -según parece, no han dejado sucesores- es obvio, sentirme perturbada a la hora de escribir. Sin embargo, me digo día trás día, debo ser más racional o intelectual, pero lamentablemente, me he quedado atrapada en las fantasías ocasionales perdiendo de esta forma los grandes hallazgos.
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