17 jun 2007
ADIVINA ADIVINADOR
La campanilla del teléfono sonó un buen rato. Amalia soñolienta encendió la lamparilla de noche. Alzó el auricular y repitió varias veces “hola”. Primero hubo una pausa, luego una respiración honda y finalmente un silencio largo. Eran las cuatro de la mañana, dio varias vueltas sobre si misma hasta que por fin encendió el televisor, los dibujos animados no la entusiasmaban demasiado, cambió veinte veces de canal y al cabo de media hora se quedó dormida.
A las ocho de la mañana sonó el despertador, le dolía la cabeza, el cuello lo tenía lesionado. Directamente salió de la cama a la ducha. Esa mañana estaba lloviendo, un aire frío se colaba por las rendijas. Por un momento pensó que sería mejor quedarse a terminar un informe pendiente para entregar esa misma tarde, no obstante hizo caso omiso a sus dudas y caminó deprisa sin abrir el paraguas. El lugar donde tenía que ir estaba bastante lejos, le esperaba por lo menos media hora de viaje.
El vagón del metro iba semivacío y la gente no habla entre sí. En la penúltima estación antes de llegar a Atocha, se embarcó una anciana dando gritos: !“Tengo hambre, tengo hambre”¡ La gente trataba de no mirarla, pero la mujer insistía y zarandeaba los brazos de los pasajeros. Poco antes de llegar a su parada, Amalia sacó una moneda del bolsillo y se la dio a la mendiga. Salió del Metro aturdida, llovía con fuerza y el paraguas no le protegía en lo más mínimo. Los zapatos se le empaparon y las botas del pantalón estaban salpicadas de barro.
Cuando llegó a la oficina del gestor, había un cartel en la puerta que decía: “Cerrado por luto”. Aquello era una broma de mal gusto, estaba visto que no era su día. Entró en una cafetería, tomó un chocolate caliente. Después de quince minutos salió de allí y emprendió el camino de regreso. Poco antes de llegar al metro, observó que un grupo de personas se aglomeraban alrededor de un hombrecillo que decía a voz en cuello: “Adivina, adivinador...la bolita se mueve de arriba a la esquina, al centro, y otro vez a la esquina...cinco mil a quien me diga dónde está la bolita”.
Amalia se quedó prendada del movimiento de aquellas manos, la velocidad de aquellos dedos era seductor. Una mujer sacó un billete y se lo dio al hombre. Ella misma alzó la nuez del medio, no había nada. Un coro de gente le gritó donde se encontraba la bolita. Amalia estaba hipnotizada por la voz que repetía una y otra vez: “Adivina, adivinador...de arriba a la esquina, al centro, y otro vez a la esquina...cinco mil a quien me diga dónde...”. Un joven que estaba a su lado le susurró al oído: “Esto es pan comido”. Entonces, él sin la menor duda, dijo bien alto: “Apuesto cincuenta mil a que la bolita está en el centro”. El hombrecillo lo miró con desafío y le contestó que aceptaba la apuesta pero con la condición de ver su parte del dinero. El joven le ofreció a Amalia la mitad de las ganancias si ella se comprometía a poner veinticinco mil. Ella estaba completamente aturdida no alcanzaba a comprender lo que estaba ocurriendo, entonces sacó del bolso su billetera y le dijo: “Aquí no tengo dinero, tendría que ir a un cajero automático”. Hubo un silencio breve y por fin el hombrecillo alcanzó a decir: “Jugamos pero si usted gana yo no le pago hasta que vea sus fondos”. Comenzó el frenético juego, las manos desaparecían con cada movimiento de izquierda a derecha, arriba y abajo. De repente el tiempo se detuvo y Amalia alzó la nuez del centro. Para su asombro, apareció la pelotita y todos gritaron “bravo” al unísono. Ahora ella tendría que buscar el dinero. El joven la acompañó hasta un banco no muy lejos de allí y después de extraer el dinero, se dirigieron otra vez hacia el lugar de las apuestas. El hombre la estaba esperando, casi no se miraron a los ojos. La mujer se sintió inexplicablemente feliz, había ganado veinticinco de los grandes sin ningún esfuerzo, apenas podía creerlo.
Guardó el dinero en su bolso y caminó hacia la boca del Metro. El trayecto a su casa le pareció eterno, deseaba llegar lo más pronto posible para llamar a su madre. Cuando salió a la superficie seguía lloviendo, las calles estaban congestionadas. Mientras caminaba, tuvo la impresión que alguien la seguía, volteó bruscamente la cabeza pero no vio a nadie. Siguió andando con pasos más apresurados, sin pausa se metió por un callejón para acortar el trayecto. Sus tacones resonaban por todas partes, el eco de si misma la asustaba. Poco antes de salir del pasadizo, una mano la agarró por el cuello. No tuvo oportunidad de reaccionar, su corazón se transformó en un reloj descontrolado, la oscuridad le cubrió los ojos y un dolor intenso en el costado derecho le cortó la respiración. Antes de caer al suelo, alcanzó a lanzar un grito. La sangre comenzó a correr a borbotones sobre la acera mezclándose con el agua que caía rítmicamente sobre el cuerpo inerte.
Patricia Venti
2001

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5 jun 2007
EN BUSCA DE PESSOA

POSTAL #1. Primer plano de un viejo lobo de mar en Cojimar.

¡Qué menos que una hora de sosiego para echar la vista atrás! comme ce vieux loup de la mer, con su cavidad bucofaríngea triturada por el salitre, ¡y suspirar!; suspirar por nuestras aventuras pasadas y presentes, tan vívidas y carismáticas, tan somáticas y lívidas. En la postal que te envío, parece como si los ojos del viejo lobo marino penetraran los secretos: quizás, el de un nuncio en un país lejano, de quien hemos obtenido información sórdida por boca de un fraile absolutamente loco. ¡Qué mirada la del viejo lobo!... Además fíjate en la forma como sostiene el puro, es fascinante: indica mucho, verdaderamente mucho. ¡Oh!, querido amigo, no interpretes por un solo instante que te enviamos esta postal porque sea exactamente 20 veces más barata que las habituales. El gorrito del viejo lobo me tiene particularmente embelesado. Es de tela.
Te informo que estamos en Lisboa y no en Cojimar (Cuba). Aquí todos hablan cristiano por lo que no hemos tenido problema. Sin embargo, nos hemos encontrado con obstáculos graves como crisis hepáticas: en menos de una semana, cuatro hoteles diferentes. Una pesadilla de hedores en el Alfa Corintia (cinco estrellas) nos obligó a abandonarlo después del check-in. No querían devolvernos los bonos basura con los que nos alojamos habitualmente a precios de mendigo. Recalamos en uno de cero estrellas y mejor olor. Apenas 15 m2 útiles en el ala oriental. Esta vez cabemos en la cama, aunque dudo que Patricia me acepte durmiendo encima de ella toda la noche. La ciudad está dividida en barrio alto y bajo: el primero es muy pintoresco y se cae a pedazos, triturado por las fugas de aguas fecales, la lluvia y la desidia. En cambio, La Baixa o ciudad baja está muy cuidada y llena de terrazas; precisamente ahora estamos tomando una cañita en el Rossio, una plaza dedicada a algún prócer local. A la izquierda de nuestra mesa, dos angoleños amartelados, uno de ellos con el pelo amarillo plátano, se mofan de un compatriota suyo porque lleva una hora en pie vociferando con un palo; cree que es una guitarra eléctrica. Si alguien le arroja una moneda, el cantante emite un bufido y antes de caer postrado al suelo miles de palomas levantan el vuelo. Así son los artistas...algo excéntricos.






POSTAL #2. En papel ligero, antigua foto de la habitación de Felipe II, El Escorial.


Seguimos en Lisboa, no obstante te enviamos esta postal antigua del Escorial que compramos a un viejo sarmentoso en el Barrio Alto, cerca de una película que rodaban unos franceses; filmaban un autobús repleto de mozambiqueños vestidos con trajes regionales que cantaban algo así como reague, mientras el actor principal, un viejo narigudo con americana y sombrero blancos, se montaba en él. Desgraciadamente comenzó a llover y se acabó el asunto. Nunca sabremos si interpretaba a Pessoa o a un narcotraficante.
En estas fechas, ha estallado una bomba de neutrones en Lisboa. No hay comercio ni restaurante sin su cartel de tancado por ferias. Sin embargo, los emigrantes no vacacionan. Así, frente a la Asamblea de la República, en la rua das Poias de San Bento, hemos establecido nuestro primer contacto con la esencia lisboeta. Fue en un Todo a Cien. Habíamos pensado en beber vino esta noche en nuestra angosta celda de avispa, y fuimos a comprar dos vasos de cristal. “1,50 euros” musitó la encargada del negocio, una chiquita del oriente asiático que sonreía entre gioconda y vietcom. Patricia acomodó la compra en nuestra mochila roja regalada en congreso farmacológico y, en esto, el hermano se plantó dando pequeños saltos alrededor nuestro y nos ofreció un encendedor de plástico, imitación de bronce. Chapurreaba el portugués, que a mi, más que nunca, me sonó a chino. Levantó los brazos al cielo pidiendo comprensión. Encendió el mechero. Parecían dos caballos agitándose, como electrocutados, pero en realidad eran dragones. Lo inesperado ocurrió: del mechero de plasti-bronce manaba un sonido agudo e infernal, y se encendian pequeñas bombillas color naranja en los ojos. “Tiene música”, espetó triunfal el chino, como si hubiera encontrado el argumento de convicción definitivo y me miró a las pupilas. “Estu-pendo”, barboteé preocupado por su posible reacción. Salimos rápidamente del local y a pocos pasos de allí, había gente inyectándose. Patricia los enfiló tan contenta...Y es que el mundo, los viajes y el turismo son un cambalache agotador e insufrible. Este comienzo del Siglo XXI globaliza todo al estilo moulinex: tritura todo, mezcla todo sin fusionar nada; no importa, ¡viva la variedad que es donde está el gusto! Signo de los tiempos que vivimos. Por esta razón y no otra hemos escogido este lindo sello de payasito feliz y fluorescente, aunque vale 9 céntimos más de lo preciso para enviar postales a Madrid. Su figura futurista con ojos perversos me recuerda todo ese vértice de neurosis, porque dime tú si es que esta experiencia global, este empacho de fachadas y de-estar-en-todas-partes-sin-entender-nada no es neurótica a fuer de despersonalizada.




POSTAL #3. Retrato de dos mujeres portuguesas

Llevados por una regular experiencia en los hoteles lisboetas resolvimos probar suerte en un lugar distinto. En la Avenida Lusíada, hacia Benfica, encontrarás el Alto dos Moinhos; cerca de allí está la Quinta da Conceiçao. Sólo tiene dos habitaciones disponibles y es propiedad de una cincuentona, bajita, simpática y algo desconfiada, que vive sola con su hija.
La quinta es un pequeño palacio de retiro, construido justo después del terremoto de 1755. Antes estaba en las afueras de Lisboa, sin embargo actualmente se encuentra rodeada por bloques de viviendas populares. El palacete está perfectamente conservado. La escalera, de maderas tropicales, termina en dos maravillosos jarrones de alabastro y una serie de salas con muebles de época: arcones, consolas, un piano espléndido de madera de raíz, un arpa antigua con las cuerdas desvencijadas y excelentes retratos de familia. La casa entera huele a cera limpia. Nuestra habitación ha sido dispuesta con esmero, la cama es de madera noble y las sábanas de hilo bordado con las iniciales de la familia. La dueña nos conduce al salón principal, nos cuenta la historia de su familia venida a menos. Le caemos bien. Nos reserva personalmente una mesa en uno de esos locales donde sólo los portugueses cantan sus fados fuera de toda ruta turística.
Amaneció y desayunamos en uno de los comedores de la Quinta. Casi cuando habíamos terminado de beber el café, la dueña y su hija hicieron acto de presencia. Patricia le preguntó por Saramago y la chica hizo un gesto simpático de asco y de inmediato dijo agitando las manos “¡no sabe portugués, no sabe gramática!” Pero las verdaderas razones iban a caer ahora como cargas de profundidad, una tras otra, inexorables; la madre tomó el mando de los argumentos: “Saramago le debe todo a la escritora Isabel da Nóbregas, con quien vivió 16 años y luego la abandonó por una española más joven. Además –agregó con cierto desprecio- es un arrogante, y si le dieron el nobel fue por su librero alemán”. De inmediato la dueña hizo una pausa para dar paso a un tema que le concernía directamente: el alquiler de sus habitaciones; ya que al poco tiempo de obtener los permisos para alojar huéspedes, las cadenas hoteleras establecidas en Lisboa presionaron para impedir que el ejemplo de la Quinta Conceiçao cundiese. “Ya no habrá más Quintas. ¿Pero qué son dos camas contra seis mil?”. Con todo, su amargura se concentraba en la pareja del piso superior. “Tienen setenta años. Pagan un alquiler antiguo, menor de lo que Vds. me dan por dormir una noche. Podría aumentar mis camas disponibles a seis si ellos...En fin, es como si me hubiera casado con mis inquilinos. Solo la muerte nos ha de separar”. Y ríe con una risa franca, nerviosa.





POSTAL #4. Ernest Hemingway en un espectáculo taurino.

Continua sin tregua nuestro viaje por tierras portuguesas. Huyendo de los turistas, decidimos tomar el coche rumbo al norte, prescindiendo de mapa y con deseos de llegar al fin del mundo. Atravesamos Lourinhas, sin perder la oportunidad de comprar una postal del famoso Dinosaurio de Lourinhas o Lourinhasaurio, para enviársela a Fernando. Al fin arribamos al pueblito perdido de Óbidos, dentro de un pequeño recinto medieval amurallado. Para nuestra sorpresa, en la praça de Sta. María había una exposición de Tutankhamon, por cortesía de la Fundació Arqueológica Clos, de Barcelona. Como lo de las momias es repugnante callejeamos un poco. Nos anocheció en las carreteras portuguesas con sus fangios suicidas; sobrevivimos a la experiencia de milagro...
Al regreso a Lisboa, fuimos a cenar a una casa de comidas, semiesquina Avenida Berna. Nuestra mesa estaba literalmente dentro del lavabo unisex, y después de algún ruego, el camarero nos reubicó entre una especie de pocero convertido en esfinge y una singular pareja que hablaban una jerigonza barbara. De portugués no entendemos nada, pero si podemos cotillear las conversaciones del vecino. Uno de ellos, rollizo, cincuentón y de voz a lo Frank Sinatra zampaba diversos comistrajos y confesaba sus amores a un adolescente. Nos divertimos mientras duró la velada entre el nibelungo y el joven chapero, apenas separados de nuestra mesa unos tres dedos. Se fueron abrazados. Entonces probé la cerveza y creí morir. El camarero llegó apresurado. Olisqueó el vaso, y en efecto, aquello hedía a mocho de water, “es lógico, el vaso se vuelca y el agua lo enmohece”, creímos entender como excusa serena, “¡pero la cerveza está estupenda!”, sentenció, “sólo es el vaso”. Menos mal. Al cabo pasó un polifemo: tenía un grano monstruoso como tercer ojo en la frente...Sufrir semejante mezcolanza absurda de personajes estrambóticos es nuestra merecida penitencia al pecado del turista insaciable y un tanto global. Estamos reventados. Borrachos de imágenes intersectadas. Ya no recuerdo bien si hemos visto miles de fechadas de edificios portugueses o yugoslavos. Y tengo dentro de mi una sensación parecida a la que cantaba la vieja Lola Beltrán en sus rancheras: Soy como el viento en el mundo / Paso por muchos lugares / pero no es mío ninguno. El viajero pone en su viaje lo que lleva dentro. Y el nuestro se ha llenado del signo de los nuevos tiempos: Fugacidad y anonimato. Apenas hemos enriquecido nuestro espíritu con ideas o sentimientos de otros seres humanos. Verdaderos visitantes de Disneylandia, anduvimos con el alma simple entre fachadas complicadas. Al contrario, un viaje debe ser un placer sencillo para almas complejas, dijo Oscar Wilde.






Fin del camino.

Hay naciones poderosas que viven eternamente en la adolescencia, hay personas maduras que viven eternamente en la adolescencia. La versión menos peligrosa, desde luego, es la del turista global, a menudo molesto aunque en el fondo cándido. Pero mucho me temo que el turista global es, de nuevo esta expresión, un signo de tiempos más peligrosos: Fugacidad, anonimato y desventura.
Aquella película francesa del falso Pessoa subiendo al autobús estaba dentro de otra falsa película sobre Lisboa que contemplábamos. Kilómetros de fachada, de paisajes, de castillos no fueron nada porque la revelación siempre procede del interior: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos sino lo que somos (...) En este mundo, viajeros voluntarios o involuntarios entre nada y nada o entre todo y todo, somos solamente pasajeros que no deben dar demasiado relieve a los percances del recorrido, a las contundencias de la trayectoria. Me consuelo con esto, no sé si porque me consuelo, si porque hay en esto algo que me consuele. Pero la consolación ficticia se me vuelve verdad si no pienso en ella”. Fuimos buscando una Lisboa cuna de descubridores y hayamos una ciudad dormida en si misma. Tanta historia de navegantes a sus espaldas para que el mítico escritor lisboeta concluyera, al fin y al cabo, que el viaje no es una forma de existir: “Si imagino, veo. ¿Qué más hago si viajo? Solo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que desplazarse para sentir”. Y nosotros seguiremos buscando al otro Pessoa con una tristeza esperanzada, algún mensaje lúcido.
Aquí termina el camino, un viaje a la casa interior.





Lorenzo Pareja y Patricia Venti

2003
 
posted by Patricia Venti at 9:33 | 0 comments
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