1
En París cabían infinidades de versiones del mismo mundo: tejados grises de Doisneau, callejuelas húmedas, el canal Saint-Martin y los viejos cafés inmortalizados por Renoir. Mi turismo era engañoso, deambulaba sin un destino fijo. Me dejaba llevar por la muchedumbre que subía y bajaba por los Campos Elíseos. Pasaba por la Torre Eiffel, cruzaba algunos puentes, visitaba el museo del Hombre, Delacroix, veía las rosas de Bagatelle, Les Halles, la estación de Saint-Lazare, el Quai des Orfèvres. En Montmartre los carteles de propaganda eran muy apropiados para los transeúntes tristes y desocupados. El lenguaje no era necesario para penetrar de una forma rápida y correcta en el espíritu francés.
Yo vivía en la rue des Luynes; el edificio estaba al lado de hoteluchos enmohecidos con el baño al fondo del pasillo. Mi apartamento era una cueva, a tal punto que carecía de importancia si llovía o no; allí la luz eléctrica debía estar encendida todo el día. En verano el humo, los guisos y la mierda, se mezclaban en un solo olor. Las amas de casa se pasaban todo el día friendo cebolla y al abrir la ventana de la cocina no corría el aire, sólo un tufo que apestaba. En el patio resonaban ecos, injurias, golpes, tenedores batiendo huevo y amenazas de cualquier tipo. La ropa estaba tendida en sogas que iban de una ventana a otra, podían estar colgadas dos o tres días, ofreciendo un espectáculo de diversos colores. Cada noche, el portero lavaba el suelo con la manguera y se llevaba por delante los cubos de basura. Después de la cena, se oía a un anciano tosiendo, más tarde, a la medianoche un hombre le pegaba a su mujer. Uno se divertía como podía, a falta de dinero y televisor, escuchaba las tragedias cotidianas de los vecinos.
2
A veces me quedaba tres, cuatro días, una semana encerrada. Dormía demasiado, no sabía nunca la hora en que vivía. Tomaba un café aguado, leía le Figaro, rellenaba crucigramas de un periódico viejo. Cada día estaba hecho de ruidos, esperas. Podía haber hecho un inventario completo de mis pertenencias: veintinueve dientes, tres vestidos, algunos libros viejos, discos que ya no escuchaba. Evocaba a Diana con frecuencia y al hacerlo surgía en mi una profunda tristeza. Ella me había hecho daño para fortalecerse. A través del tiempo mi cuerpo se fue resintiendo de manera notable, dejé de comer y dormir. Tenía la esperanza de que mis recuerdos se volvieran confusión en estado puro. La gota de agua caía a ritmo sincopado, no se detenía. Si decidía salir del ostracismo, procuraba alejarme de los grandes espacios llenos de luces y adentrarme en la ciudad: La rue Oberkampf, Péreire o Saint-Antoine. La madriguera me proporcionaba la ilusión de un refugio. No necesitaba las calles ni las plazas, sólo un colchón donde echarme. Hiciera lo que hiciera estaba sola, pero seguía luchando frente a los gritos de desamor que mordían el polvo. En la oscuridad tanteaba una especie de embriaguez pero la luz nunca llegaba. Una verdad decepcionante, casi ridícula: no tenía ganas de continuar, ni siquiera de atacar.
3
El teléfono no acerca pero confirma las distancias. El papel permite buscar la comunicación, en cambio la voz nos da una inmediatez que mata toda reflexión. Justo al comienzo de la primavera, un desconocido llamó a mi teléfono. Cogí el auricular y una voz masculina dijo un nombre. No contesté, al otro de la línea se detuvo la respiración, después volvió a preguntar con enojo:
-¿Se encuentra Alejandra Pizarnik?
-¿Cómo?- respondí.
El hombre colgó sin pronunciar palabra. Ya no logré levantarme. Permanecí un rato sentada sin pensar en nada, tomé el paquete de galletas que estaba encima de la mesa, fui tragándolas sin masticar, acabé con todas. Esperé junto al teléfono, volvió a sonar.
-¿Sí?- pregunté
-Quisiera hablar con Alejandra Pizarnik.
-¡¿Con quién?!
-...
-Oiga, ¿qué pretende?
-¿Estoy comunicado con el 3797476?-preguntó hombre.
-Sí, pero la persona que usted busca no vive aquí.
-Disculpe, pero su apellido aparece registrado en la guía de teléfonos.
-Lo siento, es un error.
-En fin, tendré que llamar a información. Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Alicia Olavarria. Y ¿tú?
-Raúl.
-¿Eres español?
-Si, ¿cómo lo sabes?
-Por el acento.
-Debes ser argentina ¿no?
-Sí, de Buenos Aires.
-Vosotros los sudamericanos tenéis una manera muy dulce de hablar.
-Gracias, pero exageras.
-Digo lo que pienso, ni más ni menos- dijo.
-Con la edad nos volvemos incrédulos.
-Casualmente mañana cumplo años.
-¿Cuántos?
-Muchos.
-Anda, dime.
-Para estas cosas soy pudoroso.
-Ja,ja... ¿cómo lo vas a celebrar? -pregunté
-Nada en especial, quizás me tome una copa en el bar de la esquina.
-Te invito a cenar en mi casa.
-¿De verdad?
-Claro, apunta la dirección.
-¿Es una broma?
-Estoy hablando completamente en serio. ¿Quieres venir?
-¿Dónde vives?
-En la 9 rue des Luynes, quinto B.
-¿A qué hora quedamos?
-Alrededor de las nueve, ¿te parece bien?
-Espero que no me estés vacilando.
-Che,! qué desconfiado!- exclamé.
-No suelo concertar citas a ciegas.
-Si quieres lo dejamos.
-Uhm...tengo mis dudas, pero habrá que arriesgarse.
-Bueno, nos vemos en mi casa a las nueve.
-A las nueve estoy por allá.
-Te espero.
-Hasta pronto.
4
Si la vida es una vulgar estafa, la seducción es una mentira de la mentira. Cada una de las razones que nos devuelven al amor es la repetición de razones agotadas, andamos siempre inventándonos buenas excusas para volver a enamorarnos. Pasé todo el día pensando en la conversación que había mantenido con Raúl. Aunque estaba acostumbrada a los fraudes tenía miedo. En la mañana limpié la casa, ordené los libros y dos horas antes de la cita, horneé un pollo con patatas. Caminé de una habitación a otra debatiéndome entre la desesperación y la duda. Entonces sonó un golpe seco en la puerta. Al abrir, apareció un hombre alto, moreno, exactamente como lo había imaginado.
-¿Piensas quedarte allí toda la noche?- le dije en tono jocoso.
-Eso depende de ti.
-Estás en tu casa, adelante y siéntate donde quieras.
-Gracias- respondió.
-¿Whisky?
-Mejor ginebra con soda.
Despacio se fue rompiendo el hielo, sus preguntas eran inteligentes <<Si tu fueras pintora y pretendiera dibujar un paisaje, ¿cuál escogería? : ¿Un sol radiante en un hermoso día de primavera, un viento muy fuerte que lo arrasa todo, o uno de esos días grises en los que uno no sabría decir si hace buen o mal tiempo? >> Le di una respuesta que no esperaba <<Quizás la mayoría elegiría el primero, algunos el segundo, pero yo en ningún caso el tercero>>. La noche paralizó las voluntades de dos cuerpos extraños. El desamparo nos sirvió para explorar los surcos, las riberas, los desiertos. Mis labios se abrieron y su lengua se mojó con lluvia fresca. Nos besamos con urgencia, le bajé el cierre, me quitó la blusa. Mis pechos se hicieron firmes laderas, nuestros sexos se tocaron, repoblaron la tierra. Sobre las sábanas de una cama deshabitada la felicidad se diseminó. Su cuerpo se quedó a mi lado sumido en el sueño más profundo.
A las tres de la madrugada, un ruido molesto me despertó. La manta se había caído, yo tenía un pie acalambrado. Los vecinos discutían, las puertas se golpeaban, la lavadora estaba centrifugando. Traté de relajarme, recordé unos ejercicios de respiración. Entrecerré los párpados y los volví a abrir, sentí que me ahogaba. Lloré con desesperación, me levanté de un impulso, fui al baño, luego a la cocina. Encendí un cigarrillo, leí una revista. El cielo se fue tornando más claro y algunos coches comenzaron a circular por la calle. Atravesé el piso en semipenumbra, me acosté en el sofá y Raúl no tardó en aparecer. <<Me marcho>> declaró. A continuación, descorrí las cortinas, me asomé a la ventana y emití un suspiro.
5
Le dije a Raúl poco antes de separarnos <<Voy a suicidarme>> y él me respondió <<Nunca lo harás>>. Yo lo amaba, pero mis esfuerzos por demostrárselo eran cada vez más torpes. Estuvimos tres meses juntos y desde el principio habíamos asumido los riesgos de toda relación: la cotidianidad, la rutina, el deterioro. Para contrarrestar mi pesimismo trató de engañarme con palabras dulces pero los dos sabíamos que nada era para siempre excepto el miedo. En el momento que intuí la ruptura, le grité <<¿Cuándo me dejarás?>> y sin saber exactamente que contestarme, bramó <<Dentro de dos meses, cinco días, tres horas y ocho minutos>>. Luego tomó mi mano derecha y agregó <<Te avisaré cuando decida sacarte de mi vida>> me dio un beso en la mejilla y terminó de beber su gin-tonic.
6
Los hechos siempre son los mismos. Una vida contada miles de veces que debe seguir inventándose para que el lector se haga solidario. Después de cuatro meses de ausencia fui a casa de Raúl. Me encontré con una realidad: él estaba enamorado de un hombre. Permanecí inmóvil con los ojos clavados en la pared y cuando pude emitir una frase coherente dije <<La tradición materna vuelve a los hijos homosexuales o impotentes>>. Un cerco doloroso me oprimió el pecho. Raúl intuyó mi cólera y permaneció callado. Yo interpreté su silencio como un mensaje de rencor. Casi inmediatamente recordé algo que mi madre solía repetir con frecuencia <<Una relación se construye con paciencia y amor>> Nos acostamos tarde y al sentir su cuerpo muy cerca de mí, deseé golpearle. La nueva realidad me resultaba inaceptable, no sólo por el ego malherido, sino por la imposibilidad de lucha.
Estuve despierta toda la noche y a las seis de la mañana percibí la luz a través de las cortinas. Me levanté, cubierta por una delgada bata de algodón, y sin zapatillas recorrí la casa. En la habitación contigua al dormitorio, encontré mis dibujos y retratos pegados en la pared. Me arrodillé, los espasmos convulsivos salieron de la garganta y una pequeña náusea seca me llenó la boca de saliva. Miré a mi alrededor, todo estaba en su sitio, los objetos me contemplaban, eran testigos de la ruptura. La basura no pretendía durar y crecer, en cambio yo hacía todo lo posible por preservar lo que amaba. Volví al dormitorio, me acosté en un extremo de la cama. Raúl abrió los ojos y preguntó <<¿Te vas para siempre?>> no le respondí; entonces extendió sus brazos hacia mí y dejé que todo siguiera su curso.
7
Hacía menos cinco grados y algunos hombres habían encendido una hoguera dentro de una lata depositada en la acera. Me aproximé para aliviar el entumecimiento de los pies. Era tarde pero no pude evitarlo, tuve que llamar a Raúl. La campanilla del teléfono se prolongó como un lamento, por fin respondió.
-¿Diga?
-Me voy a matar- dije.
-Eso lo he oído antes...
-Me gustaría ver tus ojos llenos de lágrimas.
-Creo que debes buscar ayuda.
-Vete a la mierda.
Nada se filtró a través del auricular, sólo silencio. Después de un minuto, volvió a hablar.
-Es tarde, quiero dormir.
-Eres un cabrón- le grité.
-Los seres humanos cuanto más viejos más cabrones.
-Bah, filosofía barata.
Se contuvo y respondió con gentileza:
-Hablamos otro día, mañana tengo que levantarme temprano.
-¿Sabes una cosa?...te detesto.
-Buenas noches- dijo Raúl y colgó.
Salí de la cabina arrastrando la frustración del imposible regreso. Impotencia y rabia eran lo mismo. La razón me exigía luchar contra los desastres, aceptar con estoicismo el abandono.
8
Escribir acerca de los hechos vividos no me conducía a nada. Poner en palabras el amor, la desesperación, el sufrimiento requería una dosis alta de voluntad. Mis relaciones amorosas me habían agotado. En verdad no deseaba volver a ver a ninguno de los protagonistas, pero sentía la obligación de sufrir como si lo terrible fuera quedarse sin rostros concretos y reales.
Algunas emociones contrapuestas estaban destruyendo mi vocación. Pasaba muchas horas tendida en medio del desorden.
El deseo me había llevado a un estado de insensibilidad extrema. Yo amaba con conocimiento de causa a Pichagua, Artaud, y sobretodo al insuperable Lautréamont. Y en ese sentido exigía de los poetas contemporáneos algo más que unas cuantas fantasías escritas en un lenguaje fluido. A veces parecía, que solo podía romper la monotonía con vivencias extremas. La escritura me había convertido en una inadaptada. Era un problema de formas: ¿cómo vertir las lecturas en creación sin caer en la fragmentación? Debía perseverar más, creer en los grandes hallazgos. Pero el sentimiento de lo provisorio me lo impedía. Si no hubiera sido por el desgaste síquico que me producía poner en papel las pesadillas de un loco, hubiera llegado a ser dichosa. El transcribir mentiras requería demasiado esfuerzo. Vivir era mucho más fácil que engañar. Todos los días la protagonista de mi novela me decía <<No se puede hacer literatura con buenos sentimientos, estos sobran>> Soñaba con la asesina y la víctima. Ella y yo éramos una. Todo formaba parte de una gran mentira.
9
Siempre hay un resquicio que nos hunde en la duda: herir y amar. Encerrada parecía más fácil recomponerse. En la calle me decía “Quizás encuentre ese alguien que me haga olvidar los contratiempos” Estuve paseando por la Place Contrescarpes y desde allí pude ver un espectáculo de luces multicolores. Había poca gente, París estaba dormida. Vagué por el muelle y en medio de aquella quietud, encendí un cigarrillo. De repente, oí una voz, bruscamente me volví pero no había nadie. Seguí andando un par de metros y vi a lo lejos una muchacha que estaba tratando de cruzar la valla de seguridad. Me quedé paralizada, quise ayudarla pero no lo hice. Esperé un momento, descendí por la pendiente y me detuve al llegar a casa. Una vez allí, quise dormir pero no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido, finalmente el sueño me venció, el temor se hizo insoportable. Un conjunto de voces, música, ruido de puertas se confabularon en mi contra. Me acerqué a la ventana, volví al recibo, anduve de un lado a otro sin hallar ningún lugar.
Tenía hambre, entré en la cocina y busqué algo de comer. Encontré en el armario media barra de pan. La rebané en rodajas finas, las embadurné de mantequilla y tragué los trozos sin masticar. Aquella urgencia era parecida a las comidas siendo niña, al llanto, a la obstinación en no tragar. Me eché en la cama, tenía el cuerpo agarrotado. Después de una profunda crisis de llanto, sentí la cabeza aliviada pero vacía. Los ojos eran mudos y afligidos. No se trataba de entregarse al azar pero el amor comenzaba en el momento que se abandonaba toda lucha. Lo único que me horrorizaba de mi vida era haberla consumido sin mí. Por fin pude levantarme, fui al salón y pensé “Aquella mujer del puente es un personaje de ficción, un traficante de vida que se perdió en su afán de atrapar la belleza. Ella no logrará callarme, debo escribir aunque yo sea un cadáver transcriptor de mentiras”. Tomé un libro del estante y lo abrí al medio.
El reloj marcaba las siete de la mañana, salí a toda prisa. No había gente en el puerto, las aguas estaban tranquilas,la neblina cubría el río. Estuve buscando por todas partes pero no había rastros de la joven. A punto de marcharme, la ví sentada en un banco. Me acerqué y percibí en sus ojos, el deseo de morir mezclado con la voluntad de seguir resistiendo. Con una dulzura entremezclada de amor y tristeza, me sonrió. La miré y pensé: “Quizás era demasiado pronto...”
Patricia Venti
2000
Etiquetas: cuentos propios