Capitulo 1
El desarraigo tiene un rostro y aunque no es fácil nombrar el mundo con palabras, decidí escribir mi historia después de quince años de autoengaño. El exilio había llegado a convertirse en el dolor de un miembro amputado, no me permitía respirar con tranquilidad. En las noches me aferraba a los quiebros de la infancia y los transformaba en parte esencial del presente. Los recuerdos estaban sitiados por gritos y llantos nocturnos. El aislamiento había agostado mi cuerpo, roto los árboles, hundido la rabia. No sabía cómo ocupar el tiempo; pasaba un rato bañándome, luego preparaba galletas, limpiaba el baño, hacía las camas, llamaba por teléfono. En una silla trataba de leer o me enroscaba los cabellos con los dedos. Después caminaba de un lado a otro, dando vueltas en círculo. Todo se desdoblaba: el sol, los árboles, la acera. Estaba prisionera en la trampa de un amor sin amor, mejor que ningún otro, pues en ese punto estaba cerca del sueño, y el peor de todos, ya que no ofrecía asidero para poder deshacerse de él.
Por otro lado, mi madre se encargaba de recordarme lo que yo había dejado atrás. Desde su punto de vista, nunca sería feliz aunque creyera serlo. Cada una de sus cartas me sumergía en el sentimiento de lo provisorio. El miedo se había transformado en cansancio, las costillas protegían al corazón pero no al espíritu. Mis pensamientos estaban revueltos. Cada noche Félix -dominado por el insomnio- me obligaba a colocar un colchón recogido de la calle en el corredor que separa la cocina del baño. Entre esas dos paredes estrechas, esperaba muy queda a que mi vida fuera arrojada por inservible. Desde entonces, el frío se materializó, sólo lograba sentir a través de pequeños cortes en las piernas. Me encerraba en el lavabo, tomaba una hojilla de afeitar y la hincaba sobre la piel inmaculada. En pocos minutos brotaban magníficos puntitos rojos que me llevaban a entender mi semejanza con Cristo, la semejanza con sus heridas. Pero el descubrimiento más siniestro fue saberme asediada por la locura.
Capitulo 2
Félix sin descanso caminaba de un lado a otro de la habitación, de pronto se detuvo muy cerca de mí y exclamó <<¡Ciento veinte marcos en teléfono!... ¿Cómo piensas pagarlos?>> Me inmovilizó, yo luchaba por zafarme de aquellas manos sabiendo que era inútil. Comencé a gritar, cada músculo se convirtió en un cuchillo, la saliva en flema. Súbitamente sus nudillos se estrellaron contra mi boca y un hilito de sangre me bordeó la comisura de los labios. Quedé a oscuras, regresé a la adolescencia. Me dio un empujón, traté de escapar, caí y no pude levantarme. Desde el suelo, la perspectiva era turbia. Se mezclaron en mí sentimientos contradictorios: la víctima y el verdugo, debían morir. Sólo se escuchaban los alaridos de un loco, el dolor quedó encerrado en la garganta, los gemidos me habían llenado la boca. Estaba despierta preparándome para la rigidez de la muerte.
Exánime del combate, el alemán salió deprisa de la habitación. Me levanté, yo cojeaba de una pierna. Entré en la cocina y cerca de la puerta estaba él, esperando a su animal herido. Sin dudarlo, agarré unas tijeras del estante. ¡Te voy a matar!- le dije, entonces, respondió asustado con un "tranquilízate". Y así nuestro diálogo: “¡Cerdo!”. “Por favor...", "Si te acercas, te mato", "Tranquilízate, juro que no volveré a pegarte", "¿me quieres?".
Félix se alejó, el miedo rozó el miedo. Los quejidos se convirtieron en una agonía lenta. Intempestivamente se giró abalanzándose sobre mí, intentó desarmarme, pero esta vez tropezó con el mueble rodando por los suelos. Pasé por encima de él, me sentí a salvo viéndolo indefenso. Antes de irme, dejé las tijeras en la mesa y entendí por qué los hombres, al igual que las ratas, exterminan a miembros de su propia especie.
Capítulo 3
Nevaba, los árboles estaban bajo una capa de hielo. Yo cruzaba mecánicamente de una acera a otra, me encontraba desorientada, no sabía adonde ir. Estuve recorriendo varias calles y frente a una cabina de teléfono, casi al borde de la desesperación, me acordé de una cubana que había conocido días atrás. Busqué en el monedero un papelito con su número de teléfono y la llamé pero estaba comunicando. Esperé diez minutos, lo intenté de nuevo. Repicaba pero nadie atendía. Casi a punto de colgar, respondió la voz de una mujer. ¡Diga!, ¿Cecilia?, Sí, ¿quién es?, Alejandra. ¿Te acuerdas de mi? nos conocimos en la fiesta de Pancho. Ah... hola ¿qué cuentas?...Tengo algunos problemas, necesito mudarme. ¿Sigues buscando una chica para compartir piso?...La habitación continúa disponible, puedes venir a verla…Está bien, paso esta tarde….Te espero- dijo Cecilia y colgó el auricular.
Tomé el autobús en dirección a Marzahn. El trayecto fue largo, duró más de media hora. Me bajé en la última parada. Caminé un par de manzanas, subí dos calles, y por fin hallé la Spechthausener Strasse. El edificio era antiguo, habitado -en su mayoría- por emigrantes del este; en el portal había hojas, colillas, papeles sucios, toda una geografía de miseria. Subí lentamente las escaleras, deseaba retrasar la llegada; toqué el timbre y Cecilia me abrió en seguida. Entramos al salón -las paredes estaban recubiertas con papel tapiz de grandes flores- me enseñó las habitaciones y por último nos instalamos en la cocina: ¿Te preparo un café?...Sí, gracias.
En medio de un montón de comestibles descompuestos, encendí un cigarrillo. La conversación giró en torno a Félix, o sea, la urgencia de poner distancia física entre nosotros. Te digo la verdad, prefiero vivir en la calle antes que regresar a su lado...Puedes quedarte aquí sin ningún problema, desde ahora estás en tu casa- dijo Cecilia.
Esa misma noche me alojé en un cuarto de escaso mobiliario: un colchón viejo, dos sillas y un armario. Del techo colgaba una bombilla sin pantalla, cerca de la cama había un hilo barnizado de mugre con viejos restos de moscas. Vestíbulo adentro numerosas voces se perdían, en la calle dos sujetos iniciaron una riña. En fracciones de segundos, uno de ellos salió por los aires y chocó contra un taxi. No pude impedirlo, tan sólo fui capaz de mirar y encender un cigarrillo tras otro. Si tomaba en serio una suerte así, estaba perdida. Los pensamientos eran indigestibles. Recordé un pasaje de mi novela esto me intranquilizó aun más. Encendí una vela y aguardé la luz del día con los ojos bien abiertos.
Capítulo 4
Eran las siete de la mañana, llamé al intercomunicador, la espera era amenazante. Me dolía la cabeza, introduje la llave, abrí con cautela. Había traído conmigo unas cajas y a medida que empaquetaba libros, papeles, ropa, recordé las normas de la casa: la limpieza los martes, las compras los jueves, el sexo de diez a doce los domingos. La vida había estado organizada paso a paso, la disciplina ante todo. En este sistema lo único que no encajaba era la madre de Félix. Si ella llamaba por teléfono y dejaba un mensaje en el contestador, él lo borraba antes de escuchar la frase completa. Esta repulsión era algo rutinario que había aprendido en el jardín de infancia.
El piso había quedado ordenado, todo estaba en su sitio menos yo.
El desarraigo tiene un rostro y aunque no es fácil nombrar el mundo con palabras, decidí escribir mi historia después de quince años de autoengaño. El exilio había llegado a convertirse en el dolor de un miembro amputado, no me permitía respirar con tranquilidad. En las noches me aferraba a los quiebros de la infancia y los transformaba en parte esencial del presente. Los recuerdos estaban sitiados por gritos y llantos nocturnos. El aislamiento había agostado mi cuerpo, roto los árboles, hundido la rabia. No sabía cómo ocupar el tiempo; pasaba un rato bañándome, luego preparaba galletas, limpiaba el baño, hacía las camas, llamaba por teléfono. En una silla trataba de leer o me enroscaba los cabellos con los dedos. Después caminaba de un lado a otro, dando vueltas en círculo. Todo se desdoblaba: el sol, los árboles, la acera. Estaba prisionera en la trampa de un amor sin amor, mejor que ningún otro, pues en ese punto estaba cerca del sueño, y el peor de todos, ya que no ofrecía asidero para poder deshacerse de él.
Por otro lado, mi madre se encargaba de recordarme lo que yo había dejado atrás. Desde su punto de vista, nunca sería feliz aunque creyera serlo. Cada una de sus cartas me sumergía en el sentimiento de lo provisorio. El miedo se había transformado en cansancio, las costillas protegían al corazón pero no al espíritu. Mis pensamientos estaban revueltos. Cada noche Félix -dominado por el insomnio- me obligaba a colocar un colchón recogido de la calle en el corredor que separa la cocina del baño. Entre esas dos paredes estrechas, esperaba muy queda a que mi vida fuera arrojada por inservible. Desde entonces, el frío se materializó, sólo lograba sentir a través de pequeños cortes en las piernas. Me encerraba en el lavabo, tomaba una hojilla de afeitar y la hincaba sobre la piel inmaculada. En pocos minutos brotaban magníficos puntitos rojos que me llevaban a entender mi semejanza con Cristo, la semejanza con sus heridas. Pero el descubrimiento más siniestro fue saberme asediada por la locura.
Capitulo 2
Félix sin descanso caminaba de un lado a otro de la habitación, de pronto se detuvo muy cerca de mí y exclamó <<¡Ciento veinte marcos en teléfono!... ¿Cómo piensas pagarlos?>> Me inmovilizó, yo luchaba por zafarme de aquellas manos sabiendo que era inútil. Comencé a gritar, cada músculo se convirtió en un cuchillo, la saliva en flema. Súbitamente sus nudillos se estrellaron contra mi boca y un hilito de sangre me bordeó la comisura de los labios. Quedé a oscuras, regresé a la adolescencia. Me dio un empujón, traté de escapar, caí y no pude levantarme. Desde el suelo, la perspectiva era turbia. Se mezclaron en mí sentimientos contradictorios: la víctima y el verdugo, debían morir. Sólo se escuchaban los alaridos de un loco, el dolor quedó encerrado en la garganta, los gemidos me habían llenado la boca. Estaba despierta preparándome para la rigidez de la muerte.
Exánime del combate, el alemán salió deprisa de la habitación. Me levanté, yo cojeaba de una pierna. Entré en la cocina y cerca de la puerta estaba él, esperando a su animal herido. Sin dudarlo, agarré unas tijeras del estante. ¡Te voy a matar!- le dije, entonces, respondió asustado con un "tranquilízate". Y así nuestro diálogo: “¡Cerdo!”. “Por favor...", "Si te acercas, te mato", "Tranquilízate, juro que no volveré a pegarte", "¿me quieres?".
Félix se alejó, el miedo rozó el miedo. Los quejidos se convirtieron en una agonía lenta. Intempestivamente se giró abalanzándose sobre mí, intentó desarmarme, pero esta vez tropezó con el mueble rodando por los suelos. Pasé por encima de él, me sentí a salvo viéndolo indefenso. Antes de irme, dejé las tijeras en la mesa y entendí por qué los hombres, al igual que las ratas, exterminan a miembros de su propia especie.
Capítulo 3
Nevaba, los árboles estaban bajo una capa de hielo. Yo cruzaba mecánicamente de una acera a otra, me encontraba desorientada, no sabía adonde ir. Estuve recorriendo varias calles y frente a una cabina de teléfono, casi al borde de la desesperación, me acordé de una cubana que había conocido días atrás. Busqué en el monedero un papelito con su número de teléfono y la llamé pero estaba comunicando. Esperé diez minutos, lo intenté de nuevo. Repicaba pero nadie atendía. Casi a punto de colgar, respondió la voz de una mujer. ¡Diga!, ¿Cecilia?, Sí, ¿quién es?, Alejandra. ¿Te acuerdas de mi? nos conocimos en la fiesta de Pancho. Ah... hola ¿qué cuentas?...Tengo algunos problemas, necesito mudarme. ¿Sigues buscando una chica para compartir piso?...La habitación continúa disponible, puedes venir a verla…Está bien, paso esta tarde….Te espero- dijo Cecilia y colgó el auricular.
Tomé el autobús en dirección a Marzahn. El trayecto fue largo, duró más de media hora. Me bajé en la última parada. Caminé un par de manzanas, subí dos calles, y por fin hallé la Spechthausener Strasse. El edificio era antiguo, habitado -en su mayoría- por emigrantes del este; en el portal había hojas, colillas, papeles sucios, toda una geografía de miseria. Subí lentamente las escaleras, deseaba retrasar la llegada; toqué el timbre y Cecilia me abrió en seguida. Entramos al salón -las paredes estaban recubiertas con papel tapiz de grandes flores- me enseñó las habitaciones y por último nos instalamos en la cocina: ¿Te preparo un café?...Sí, gracias.
En medio de un montón de comestibles descompuestos, encendí un cigarrillo. La conversación giró en torno a Félix, o sea, la urgencia de poner distancia física entre nosotros. Te digo la verdad, prefiero vivir en la calle antes que regresar a su lado...Puedes quedarte aquí sin ningún problema, desde ahora estás en tu casa- dijo Cecilia.
Esa misma noche me alojé en un cuarto de escaso mobiliario: un colchón viejo, dos sillas y un armario. Del techo colgaba una bombilla sin pantalla, cerca de la cama había un hilo barnizado de mugre con viejos restos de moscas. Vestíbulo adentro numerosas voces se perdían, en la calle dos sujetos iniciaron una riña. En fracciones de segundos, uno de ellos salió por los aires y chocó contra un taxi. No pude impedirlo, tan sólo fui capaz de mirar y encender un cigarrillo tras otro. Si tomaba en serio una suerte así, estaba perdida. Los pensamientos eran indigestibles. Recordé un pasaje de mi novela esto me intranquilizó aun más. Encendí una vela y aguardé la luz del día con los ojos bien abiertos.
Capítulo 4
Eran las siete de la mañana, llamé al intercomunicador, la espera era amenazante. Me dolía la cabeza, introduje la llave, abrí con cautela. Había traído conmigo unas cajas y a medida que empaquetaba libros, papeles, ropa, recordé las normas de la casa: la limpieza los martes, las compras los jueves, el sexo de diez a doce los domingos. La vida había estado organizada paso a paso, la disciplina ante todo. En este sistema lo único que no encajaba era la madre de Félix. Si ella llamaba por teléfono y dejaba un mensaje en el contestador, él lo borraba antes de escuchar la frase completa. Esta repulsión era algo rutinario que había aprendido en el jardín de infancia.
El piso había quedado ordenado, todo estaba en su sitio menos yo.
Recapitulé: “Es un lugar histórico. Dejas esta pocilga y el resignado alemán después de acomodar las camisas planchadas se afeitará como cada día sin tomar en cuenta que lo has abandonado”. En ese momento llegué a la conclusión que nuestra convivencia había sido algo concreto y material, en cambio nuestra pasión, una pesadilla. Había inventado que estaba enamorada y me empeñé en creer que no era un invento. Antes de cruzar el umbral, tuve el detalle de notificarle mi partida por escrito. Eché un último vistazo y se me humedecieron los ojos.
Capítulo 5
Las relaciones amorosas de la cubana siempre habían terminado mal. El último amante la dejó plantada por una viuda con dinero. Ella en vez de resignarse, inició una persecución sin cuartel. Lo llamaba varias veces al día, oía su voz y después colgaba. Le enviaba cartas, dejaba mensajes en el contestador, se aparecía a cualquier hora en su trabajo. Así durante un mes hasta que el hombre fue a la policía y le formuló una denuncia. Entonces, Cecilia optó por utilizar métodos menos directos pero más efectivos. Una noche cuando me levanté a beber agua, vi un resplandor que provenía de la cocina: el escenario estaba compuesto de varias velas negras, fotos y una pequeña figura llena de alfileres.
Capítulo 5
Las relaciones amorosas de la cubana siempre habían terminado mal. El último amante la dejó plantada por una viuda con dinero. Ella en vez de resignarse, inició una persecución sin cuartel. Lo llamaba varias veces al día, oía su voz y después colgaba. Le enviaba cartas, dejaba mensajes en el contestador, se aparecía a cualquier hora en su trabajo. Así durante un mes hasta que el hombre fue a la policía y le formuló una denuncia. Entonces, Cecilia optó por utilizar métodos menos directos pero más efectivos. Una noche cuando me levanté a beber agua, vi un resplandor que provenía de la cocina: el escenario estaba compuesto de varias velas negras, fotos y una pequeña figura llena de alfileres.
Cecilia.... Cecilia. Abre.
Desde el fondo de la habitación se oyó una voz: Pero es muy tarde, mañana hablamos…..
Da igual la hora que sea, sal ahora mismo.
Llamé a su puerta, no respondió. Pasaron cinco minutos y por fin apareció. Le exigí que desmontara el vudú pero se limitó a mirarme. Regresó al cuarto como si aquello no fuera problema suyo. Su actitud me enfureció, entonces opté por tirar todo a la basura. A las ocho de la mañana compré el periódico y llamé a una docena de avisos que ofrecían habitaciones. Todo estaba ocupado excepto en una pensión cerca de la estación del tren. Cogí los cuatro trastos que tenía y me marché sin decir adiós.
Esta historia continuará….
Etiquetas: novela por entregas