POSTAL #1. Primer plano de un viejo lobo de mar en Cojimar.
¡Qué menos que una hora de sosiego para echar la vista atrás! comme ce vieux loup de la mer, con su cavidad bucofaríngea triturada por el salitre, ¡y suspirar!; suspirar por nuestras aventuras pasadas y presentes, tan vívidas y carismáticas, tan somáticas y lívidas. En la postal que te envío, parece como si los ojos del viejo lobo marino penetraran los secretos: quizás, el de un nuncio en un país lejano, de quien hemos obtenido información sórdida por boca de un fraile absolutamente loco. ¡Qué mirada la del viejo lobo!... Además fíjate en la forma como sostiene el puro, es fascinante: indica mucho, verdaderamente mucho. ¡Oh!, querido amigo, no interpretes por un solo instante que te enviamos esta postal porque sea exactamente 20 veces más barata que las habituales. El gorrito del viejo lobo me tiene particularmente embelesado. Es de tela.
Te informo que estamos en Lisboa y no en Cojimar (Cuba). Aquí todos hablan cristiano por lo que no hemos tenido problema. Sin embargo, nos hemos encontrado con obstáculos graves como crisis hepáticas: en menos de una semana, cuatro hoteles diferentes. Una pesadilla de hedores en el Alfa Corintia (cinco estrellas) nos obligó a abandonarlo después del check-in. No querían devolvernos los bonos basura con los que nos alojamos habitualmente a precios de mendigo. Recalamos en uno de cero estrellas y mejor olor. Apenas 15 m2 útiles en el ala oriental. Esta vez cabemos en la cama, aunque dudo que Patricia me acepte durmiendo encima de ella toda la noche. La ciudad está dividida en barrio alto y bajo: el primero es muy pintoresco y se cae a pedazos, triturado por las fugas de aguas fecales, la lluvia y la desidia. En cambio, La Baixa o ciudad baja está muy cuidada y llena de terrazas; precisamente ahora estamos tomando una cañita en el Rossio, una plaza dedicada a algún prócer local. A la izquierda de nuestra mesa, dos angoleños amartelados, uno de ellos con el pelo amarillo plátano, se mofan de un compatriota suyo porque lleva una hora en pie vociferando con un palo; cree que es una guitarra eléctrica. Si alguien le arroja una moneda, el cantante emite un bufido y antes de caer postrado al suelo miles de palomas levantan el vuelo. Así son los artistas...algo excéntricos.
¡Qué menos que una hora de sosiego para echar la vista atrás! comme ce vieux loup de la mer, con su cavidad bucofaríngea triturada por el salitre, ¡y suspirar!; suspirar por nuestras aventuras pasadas y presentes, tan vívidas y carismáticas, tan somáticas y lívidas. En la postal que te envío, parece como si los ojos del viejo lobo marino penetraran los secretos: quizás, el de un nuncio en un país lejano, de quien hemos obtenido información sórdida por boca de un fraile absolutamente loco. ¡Qué mirada la del viejo lobo!... Además fíjate en la forma como sostiene el puro, es fascinante: indica mucho, verdaderamente mucho. ¡Oh!, querido amigo, no interpretes por un solo instante que te enviamos esta postal porque sea exactamente 20 veces más barata que las habituales. El gorrito del viejo lobo me tiene particularmente embelesado. Es de tela.
Te informo que estamos en Lisboa y no en Cojimar (Cuba). Aquí todos hablan cristiano por lo que no hemos tenido problema. Sin embargo, nos hemos encontrado con obstáculos graves como crisis hepáticas: en menos de una semana, cuatro hoteles diferentes. Una pesadilla de hedores en el Alfa Corintia (cinco estrellas) nos obligó a abandonarlo después del check-in. No querían devolvernos los bonos basura con los que nos alojamos habitualmente a precios de mendigo. Recalamos en uno de cero estrellas y mejor olor. Apenas 15 m2 útiles en el ala oriental. Esta vez cabemos en la cama, aunque dudo que Patricia me acepte durmiendo encima de ella toda la noche. La ciudad está dividida en barrio alto y bajo: el primero es muy pintoresco y se cae a pedazos, triturado por las fugas de aguas fecales, la lluvia y la desidia. En cambio, La Baixa o ciudad baja está muy cuidada y llena de terrazas; precisamente ahora estamos tomando una cañita en el Rossio, una plaza dedicada a algún prócer local. A la izquierda de nuestra mesa, dos angoleños amartelados, uno de ellos con el pelo amarillo plátano, se mofan de un compatriota suyo porque lleva una hora en pie vociferando con un palo; cree que es una guitarra eléctrica. Si alguien le arroja una moneda, el cantante emite un bufido y antes de caer postrado al suelo miles de palomas levantan el vuelo. Así son los artistas...algo excéntricos.
POSTAL #2. En papel ligero, antigua foto de la habitación de Felipe II, El Escorial.
Seguimos en Lisboa, no obstante te enviamos esta postal antigua del Escorial que compramos a un viejo sarmentoso en el Barrio Alto, cerca de una película que rodaban unos franceses; filmaban un autobús repleto de mozambiqueños vestidos con trajes regionales que cantaban algo así como reague, mientras el actor principal, un viejo narigudo con americana y sombrero blancos, se montaba en él. Desgraciadamente comenzó a llover y se acabó el asunto. Nunca sabremos si interpretaba a Pessoa o a un narcotraficante.
En estas fechas, ha estallado una bomba de neutrones en Lisboa. No hay comercio ni restaurante sin su cartel de tancado por ferias. Sin embargo, los emigrantes no vacacionan. Así, frente a la Asamblea de la República, en la rua das Poias de San Bento, hemos establecido nuestro primer contacto con la esencia lisboeta. Fue en un Todo a Cien. Habíamos pensado en beber vino esta noche en nuestra angosta celda de avispa, y fuimos a comprar dos vasos de cristal. “1,50 euros” musitó la encargada del negocio, una chiquita del oriente asiático que sonreía entre gioconda y vietcom. Patricia acomodó la compra en nuestra mochila roja regalada en congreso farmacológico y, en esto, el hermano se plantó dando pequeños saltos alrededor nuestro y nos ofreció un encendedor de plástico, imitación de bronce. Chapurreaba el portugués, que a mi, más que nunca, me sonó a chino. Levantó los brazos al cielo pidiendo comprensión. Encendió el mechero. Parecían dos caballos agitándose, como electrocutados, pero en realidad eran dragones. Lo inesperado ocurrió: del mechero de plasti-bronce manaba un sonido agudo e infernal, y se encendian pequeñas bombillas color naranja en los ojos. “Tiene música”, espetó triunfal el chino, como si hubiera encontrado el argumento de convicción definitivo y me miró a las pupilas. “Estu-pendo”, barboteé preocupado por su posible reacción. Salimos rápidamente del local y a pocos pasos de allí, había gente inyectándose. Patricia los enfiló tan contenta...Y es que el mundo, los viajes y el turismo son un cambalache agotador e insufrible. Este comienzo del Siglo XXI globaliza todo al estilo moulinex: tritura todo, mezcla todo sin fusionar nada; no importa, ¡viva la variedad que es donde está el gusto! Signo de los tiempos que vivimos. Por esta razón y no otra hemos escogido este lindo sello de payasito feliz y fluorescente, aunque vale 9 céntimos más de lo preciso para enviar postales a Madrid. Su figura futurista con ojos perversos me recuerda todo ese vértice de neurosis, porque dime tú si es que esta experiencia global, este empacho de fachadas y de-estar-en-todas-partes-sin-entender-nada no es neurótica a fuer de despersonalizada.
Seguimos en Lisboa, no obstante te enviamos esta postal antigua del Escorial que compramos a un viejo sarmentoso en el Barrio Alto, cerca de una película que rodaban unos franceses; filmaban un autobús repleto de mozambiqueños vestidos con trajes regionales que cantaban algo así como reague, mientras el actor principal, un viejo narigudo con americana y sombrero blancos, se montaba en él. Desgraciadamente comenzó a llover y se acabó el asunto. Nunca sabremos si interpretaba a Pessoa o a un narcotraficante.
En estas fechas, ha estallado una bomba de neutrones en Lisboa. No hay comercio ni restaurante sin su cartel de tancado por ferias. Sin embargo, los emigrantes no vacacionan. Así, frente a la Asamblea de la República, en la rua das Poias de San Bento, hemos establecido nuestro primer contacto con la esencia lisboeta. Fue en un Todo a Cien. Habíamos pensado en beber vino esta noche en nuestra angosta celda de avispa, y fuimos a comprar dos vasos de cristal. “1,50 euros” musitó la encargada del negocio, una chiquita del oriente asiático que sonreía entre gioconda y vietcom. Patricia acomodó la compra en nuestra mochila roja regalada en congreso farmacológico y, en esto, el hermano se plantó dando pequeños saltos alrededor nuestro y nos ofreció un encendedor de plástico, imitación de bronce. Chapurreaba el portugués, que a mi, más que nunca, me sonó a chino. Levantó los brazos al cielo pidiendo comprensión. Encendió el mechero. Parecían dos caballos agitándose, como electrocutados, pero en realidad eran dragones. Lo inesperado ocurrió: del mechero de plasti-bronce manaba un sonido agudo e infernal, y se encendian pequeñas bombillas color naranja en los ojos. “Tiene música”, espetó triunfal el chino, como si hubiera encontrado el argumento de convicción definitivo y me miró a las pupilas. “Estu-pendo”, barboteé preocupado por su posible reacción. Salimos rápidamente del local y a pocos pasos de allí, había gente inyectándose. Patricia los enfiló tan contenta...Y es que el mundo, los viajes y el turismo son un cambalache agotador e insufrible. Este comienzo del Siglo XXI globaliza todo al estilo moulinex: tritura todo, mezcla todo sin fusionar nada; no importa, ¡viva la variedad que es donde está el gusto! Signo de los tiempos que vivimos. Por esta razón y no otra hemos escogido este lindo sello de payasito feliz y fluorescente, aunque vale 9 céntimos más de lo preciso para enviar postales a Madrid. Su figura futurista con ojos perversos me recuerda todo ese vértice de neurosis, porque dime tú si es que esta experiencia global, este empacho de fachadas y de-estar-en-todas-partes-sin-entender-nada no es neurótica a fuer de despersonalizada.
POSTAL #3. Retrato de dos mujeres portuguesas
Llevados por una regular experiencia en los hoteles lisboetas resolvimos probar suerte en un lugar distinto. En la Avenida Lusíada, hacia Benfica, encontrarás el Alto dos Moinhos; cerca de allí está la Quinta da Conceiçao. Sólo tiene dos habitaciones disponibles y es propiedad de una cincuentona, bajita, simpática y algo desconfiada, que vive sola con su hija.
La quinta es un pequeño palacio de retiro, construido justo después del terremoto de 1755. Antes estaba en las afueras de Lisboa, sin embargo actualmente se encuentra rodeada por bloques de viviendas populares. El palacete está perfectamente conservado. La escalera, de maderas tropicales, termina en dos maravillosos jarrones de alabastro y una serie de salas con muebles de época: arcones, consolas, un piano espléndido de madera de raíz, un arpa antigua con las cuerdas desvencijadas y excelentes retratos de familia. La casa entera huele a cera limpia. Nuestra habitación ha sido dispuesta con esmero, la cama es de madera noble y las sábanas de hilo bordado con las iniciales de la familia. La dueña nos conduce al salón principal, nos cuenta la historia de su familia venida a menos. Le caemos bien. Nos reserva personalmente una mesa en uno de esos locales donde sólo los portugueses cantan sus fados fuera de toda ruta turística.
Amaneció y desayunamos en uno de los comedores de la Quinta. Casi cuando habíamos terminado de beber el café, la dueña y su hija hicieron acto de presencia. Patricia le preguntó por Saramago y la chica hizo un gesto simpático de asco y de inmediato dijo agitando las manos “¡no sabe portugués, no sabe gramática!” Pero las verdaderas razones iban a caer ahora como cargas de profundidad, una tras otra, inexorables; la madre tomó el mando de los argumentos: “Saramago le debe todo a la escritora Isabel da Nóbregas, con quien vivió 16 años y luego la abandonó por una española más joven. Además –agregó con cierto desprecio- es un arrogante, y si le dieron el nobel fue por su librero alemán”. De inmediato la dueña hizo una pausa para dar paso a un tema que le concernía directamente: el alquiler de sus habitaciones; ya que al poco tiempo de obtener los permisos para alojar huéspedes, las cadenas hoteleras establecidas en Lisboa presionaron para impedir que el ejemplo de la Quinta Conceiçao cundiese. “Ya no habrá más Quintas. ¿Pero qué son dos camas contra seis mil?”. Con todo, su amargura se concentraba en la pareja del piso superior. “Tienen setenta años. Pagan un alquiler antiguo, menor de lo que Vds. me dan por dormir una noche. Podría aumentar mis camas disponibles a seis si ellos...En fin, es como si me hubiera casado con mis inquilinos. Solo la muerte nos ha de separar”. Y ríe con una risa franca, nerviosa.
POSTAL #4. Ernest Hemingway en un espectáculo taurino.
Continua sin tregua nuestro viaje por tierras portuguesas. Huyendo de los turistas, decidimos tomar el coche rumbo al norte, prescindiendo de mapa y con deseos de llegar al fin del mundo. Atravesamos Lourinhas, sin perder la oportunidad de comprar una postal del famoso Dinosaurio de Lourinhas o Lourinhasaurio, para enviársela a Fernando. Al fin arribamos al pueblito perdido de Óbidos, dentro de un pequeño recinto medieval amurallado. Para nuestra sorpresa, en la praça de Sta. María había una exposición de Tutankhamon, por cortesía de la Fundació Arqueológica Clos, de Barcelona. Como lo de las momias es repugnante callejeamos un poco. Nos anocheció en las carreteras portuguesas con sus fangios suicidas; sobrevivimos a la experiencia de milagro...
Al regreso a Lisboa, fuimos a cenar a una casa de comidas, semiesquina Avenida Berna. Nuestra mesa estaba literalmente dentro del lavabo unisex, y después de algún ruego, el camarero nos reubicó entre una especie de pocero convertido en esfinge y una singular pareja que hablaban una jerigonza barbara. De portugués no entendemos nada, pero si podemos cotillear las conversaciones del vecino. Uno de ellos, rollizo, cincuentón y de voz a lo Frank Sinatra zampaba diversos comistrajos y confesaba sus amores a un adolescente. Nos divertimos mientras duró la velada entre el nibelungo y el joven chapero, apenas separados de nuestra mesa unos tres dedos. Se fueron abrazados. Entonces probé la cerveza y creí morir. El camarero llegó apresurado. Olisqueó el vaso, y en efecto, aquello hedía a mocho de water, “es lógico, el vaso se vuelca y el agua lo enmohece”, creímos entender como excusa serena, “¡pero la cerveza está estupenda!”, sentenció, “sólo es el vaso”. Menos mal. Al cabo pasó un polifemo: tenía un grano monstruoso como tercer ojo en la frente...Sufrir semejante mezcolanza absurda de personajes estrambóticos es nuestra merecida penitencia al pecado del turista insaciable y un tanto global. Estamos reventados. Borrachos de imágenes intersectadas. Ya no recuerdo bien si hemos visto miles de fechadas de edificios portugueses o yugoslavos. Y tengo dentro de mi una sensación parecida a la que cantaba la vieja Lola Beltrán en sus rancheras: Soy como el viento en el mundo / Paso por muchos lugares / pero no es mío ninguno. El viajero pone en su viaje lo que lleva dentro. Y el nuestro se ha llenado del signo de los nuevos tiempos: Fugacidad y anonimato. Apenas hemos enriquecido nuestro espíritu con ideas o sentimientos de otros seres humanos. Verdaderos visitantes de Disneylandia, anduvimos con el alma simple entre fachadas complicadas. Al contrario, un viaje debe ser un placer sencillo para almas complejas, dijo Oscar Wilde.
Continua sin tregua nuestro viaje por tierras portuguesas. Huyendo de los turistas, decidimos tomar el coche rumbo al norte, prescindiendo de mapa y con deseos de llegar al fin del mundo. Atravesamos Lourinhas, sin perder la oportunidad de comprar una postal del famoso Dinosaurio de Lourinhas o Lourinhasaurio, para enviársela a Fernando. Al fin arribamos al pueblito perdido de Óbidos, dentro de un pequeño recinto medieval amurallado. Para nuestra sorpresa, en la praça de Sta. María había una exposición de Tutankhamon, por cortesía de la Fundació Arqueológica Clos, de Barcelona. Como lo de las momias es repugnante callejeamos un poco. Nos anocheció en las carreteras portuguesas con sus fangios suicidas; sobrevivimos a la experiencia de milagro...
Al regreso a Lisboa, fuimos a cenar a una casa de comidas, semiesquina Avenida Berna. Nuestra mesa estaba literalmente dentro del lavabo unisex, y después de algún ruego, el camarero nos reubicó entre una especie de pocero convertido en esfinge y una singular pareja que hablaban una jerigonza barbara. De portugués no entendemos nada, pero si podemos cotillear las conversaciones del vecino. Uno de ellos, rollizo, cincuentón y de voz a lo Frank Sinatra zampaba diversos comistrajos y confesaba sus amores a un adolescente. Nos divertimos mientras duró la velada entre el nibelungo y el joven chapero, apenas separados de nuestra mesa unos tres dedos. Se fueron abrazados. Entonces probé la cerveza y creí morir. El camarero llegó apresurado. Olisqueó el vaso, y en efecto, aquello hedía a mocho de water, “es lógico, el vaso se vuelca y el agua lo enmohece”, creímos entender como excusa serena, “¡pero la cerveza está estupenda!”, sentenció, “sólo es el vaso”. Menos mal. Al cabo pasó un polifemo: tenía un grano monstruoso como tercer ojo en la frente...Sufrir semejante mezcolanza absurda de personajes estrambóticos es nuestra merecida penitencia al pecado del turista insaciable y un tanto global. Estamos reventados. Borrachos de imágenes intersectadas. Ya no recuerdo bien si hemos visto miles de fechadas de edificios portugueses o yugoslavos. Y tengo dentro de mi una sensación parecida a la que cantaba la vieja Lola Beltrán en sus rancheras: Soy como el viento en el mundo / Paso por muchos lugares / pero no es mío ninguno. El viajero pone en su viaje lo que lleva dentro. Y el nuestro se ha llenado del signo de los nuevos tiempos: Fugacidad y anonimato. Apenas hemos enriquecido nuestro espíritu con ideas o sentimientos de otros seres humanos. Verdaderos visitantes de Disneylandia, anduvimos con el alma simple entre fachadas complicadas. Al contrario, un viaje debe ser un placer sencillo para almas complejas, dijo Oscar Wilde.
Fin del camino.
Hay naciones poderosas que viven eternamente en la adolescencia, hay personas maduras que viven eternamente en la adolescencia. La versión menos peligrosa, desde luego, es la del turista global, a menudo molesto aunque en el fondo cándido. Pero mucho me temo que el turista global es, de nuevo esta expresión, un signo de tiempos más peligrosos: Fugacidad, anonimato y desventura.
Aquella película francesa del falso Pessoa subiendo al autobús estaba dentro de otra falsa película sobre Lisboa que contemplábamos. Kilómetros de fachada, de paisajes, de castillos no fueron nada porque la revelación siempre procede del interior: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos sino lo que somos (...) En este mundo, viajeros voluntarios o involuntarios entre nada y nada o entre todo y todo, somos solamente pasajeros que no deben dar demasiado relieve a los percances del recorrido, a las contundencias de la trayectoria. Me consuelo con esto, no sé si porque me consuelo, si porque hay en esto algo que me consuele. Pero la consolación ficticia se me vuelve verdad si no pienso en ella”. Fuimos buscando una Lisboa cuna de descubridores y hayamos una ciudad dormida en si misma. Tanta historia de navegantes a sus espaldas para que el mítico escritor lisboeta concluyera, al fin y al cabo, que el viaje no es una forma de existir: “Si imagino, veo. ¿Qué más hago si viajo? Solo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que desplazarse para sentir”. Y nosotros seguiremos buscando al otro Pessoa con una tristeza esperanzada, algún mensaje lúcido.
Aquí termina el camino, un viaje a la casa interior.
Hay naciones poderosas que viven eternamente en la adolescencia, hay personas maduras que viven eternamente en la adolescencia. La versión menos peligrosa, desde luego, es la del turista global, a menudo molesto aunque en el fondo cándido. Pero mucho me temo que el turista global es, de nuevo esta expresión, un signo de tiempos más peligrosos: Fugacidad, anonimato y desventura.
Aquella película francesa del falso Pessoa subiendo al autobús estaba dentro de otra falsa película sobre Lisboa que contemplábamos. Kilómetros de fachada, de paisajes, de castillos no fueron nada porque la revelación siempre procede del interior: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos sino lo que somos (...) En este mundo, viajeros voluntarios o involuntarios entre nada y nada o entre todo y todo, somos solamente pasajeros que no deben dar demasiado relieve a los percances del recorrido, a las contundencias de la trayectoria. Me consuelo con esto, no sé si porque me consuelo, si porque hay en esto algo que me consuele. Pero la consolación ficticia se me vuelve verdad si no pienso en ella”. Fuimos buscando una Lisboa cuna de descubridores y hayamos una ciudad dormida en si misma. Tanta historia de navegantes a sus espaldas para que el mítico escritor lisboeta concluyera, al fin y al cabo, que el viaje no es una forma de existir: “Si imagino, veo. ¿Qué más hago si viajo? Solo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que desplazarse para sentir”. Y nosotros seguiremos buscando al otro Pessoa con una tristeza esperanzada, algún mensaje lúcido.
Aquí termina el camino, un viaje a la casa interior.
Lorenzo Pareja y Patricia Venti
2003