El avión aterrizó a las diez y media de la noche. No hubo retrasos, y mientras pasaba la cinta con diferentes bultos, tuve miedo de que mis maletas se hubieran perdido. Entonces, comencé a pensar en los interminables tramites que hice en Alemania cuando mis maletas se extraviaron. Sin embargo, al cabo de unos 10 minutos, tenía el equipaje al lado. Llamé a M. pero su móvil estaba apagado. “Lo de siempre, lo desconectó para no hablar conmigo”, me dije. En cuanto salí de allí, noté inmediatamente que estaba en otra parte del mundo, hacía frío. Tomé un taxi y fui al Hotel Castelar, en la Avenida de Mayo. Al cruzar el umbral, respiré tranquila, aunque no por mucho tiempo. El ascensor se había dañado y me tocó subir por las escaleras hasta la tercera planta. Al abrir la puerta de mi habitación, me di cuenta que me habían otorgado el cuarto de las escobas. Me sentí estafada, todo parecía viejo y roñoso. La moqueta estaba raída y la colcha de la cama, sucia. Pero lo peor, vino cuando entré al baño. Si se abría el grifo de la ducha, salía agua del desagüe. A parte de esto, las toallas tenían sendos agujeros y el WC estaba pegado al lavamanos, es decir, si uno se sentaba en la taza, la cara le quedaba a la altura de la palangana. Y por último, en el minibar, solo había dos botellines de agua, tan caros como si fueran champán francés. Así pues, como era tarde y me quedaban pocas horas de sueño, decidí acostarme y contar hasta diez.
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