Era febrero, granizaba con fuerza. El agua se había congelado en el pavimento. Los pies me dolían, necesitaba unos zapatos de invierno. Entré en un centro comercial, recorrí todas las plantas y en la sección de calzado encontré unas botas negras de piel. Me las puse, dejé mis mocasines viejos sobre el mostrador y bajé por las escaleras eléctricas. A medida que avanzaba hacia la salida, sentí como se me aceleraba el pulso. Con los pies fuera de la tienda, sonreí y caminé varios metros. Me detuve en un semáforo en rojo, tuve la impresión de que un policía estaba detrás de mí. Pero al volverme, no había nadie.
Crucé la calle, pasó alguien que no había visto jamás. Era una mujer desnuda que llevaba puesto un sombrero con flores. Aquello no podía ser real, quizás lo estaba soñando. Seguí andando por la misma acera, la imagen era un carrusel enloquecido, un fotograma congelado. Encendí un cigarrillo, me detuve frente a una valla publicitaria, estuve pensando y sin saber cómo, volvió a aparecer la mendiga. Esta vez la vi de frente, tenía mi rostro con treinta años más. Traté de hablarle pero no se detuvo, siguió andando por un espacio inaprensible.
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