Me embarqué en un tren rumbo Praga. Durante el trayecto, poco antes de cruzar la frontera alemana, aparecieron dos policías y me pidieron la documentación. Miraron minuciosamente el pasaporte, hablaron entre ellos y me revisaron el equipaje.
Una vez en la capital Checa, muy cerca de la estación, tomé un tranvía que me llevó al edificio donde había alquilado un cuarto. Delante del portal, busqué el apellido Kruger y presioné el telefonillo dos veces pero nadie respondió. Esperé un rato, volví a llamar y de repente una voz me contestó, le dije mi nombre y se abrió la puerta. Inmediatamente se encendió una luz, el olor repugnante de los contenedores de basura me cortó la respiración. Apresuré el paso para llegar rápido al ascensor pero éste no funcionaba. Subí por las escaleras y en la entrada del apartamento estaba un hombre mayor esperándome.
El lugar parecía un museo del horror, los muebles estaban tapizados con una tela de cuadros escoceses, los armarios eran de madera pero habían perdido su color. Los cuadros en las paredes eran malas copias de paisajes campestres y los adornos tenían aspecto de cerámica barata. Mi habitación en medio de todo aquello era sobria. Habían pasado dos días cuando el viejo me comunicó que se iría de viaje y me dejaba sola en el piso. En la tarde salí a recorrer la ciudad, había hermosos edificios neobarrocos, una torre con un reloj y varios cafés al aire libre.
La lluvia comenzó a arreciar y busqué un lugar donde refugiarme. Sin andar mucho llegué al "Café Arco", pedí un chocolate caliente. De improviso llegó un hombre con un impermeable oscuro, un sombrero de ala ancha. Se acomodó en una mesa cercana a la cocina y aunque desde mi sitio era imposible detallarle, me pareció un sujeto extraño. Después de un rato se levantó y discretamente se fue. No quise darle más vueltas al asunto, salí del local. La calle estaba húmeda pero había escampado.
Caminé sin orientación por la plaza central hasta un puente poblado de estatuas de piedra. Pensativa me recliné en la barandilla, miré el agua quieta del río y recordé los paseos nocturnos de los insomnes. En un momento dado, saqué un cigarrillo y justo cuando quise prenderlo, apareció el hombre del café. Se aproximó a mí, encendió una cerilla y la llama le iluminó el rostro. Me pareció conocerle, su figura delgada desapareció en la oscuridad y a pesar de que tuve la intención de seguirle, lo perdí de vista rápidamente. Continué caminando un buen rato pero hacía frío y casi todos los bares habían cerrado.
En casa, me quité los zapatos semihúmedos e hice una breve exploración del terreno. Todas las habitaciones estaban cerradas con llave, excepto mi dormitorio. Ya por acostarme algo capturó mi atención: justo en la entrada había un armario que tenía la llave puesta, pensé en abrirlo pero logré contenerme. Temprano en la mañana, los gatos empezaron a maullar. No pude volver a conciliar el sueño. Me levanté, fui directamente hacia el escaparate y lo abrí: en las puertas habían recortes de periódico con noticias de personas que se habían suicidado en el puente. Pero lo más llamativo no era esto sino los manojos de cabellos colgados encima de cada uno de los papeles.
Cerré violentamente el mueble y empecé a guardar la ropa en la maleta. Casi por terminar, traté de tranquilizarme, salí a dar una vuelta por los alrededores. Llegué a un McDonalds, me detuve y la tapa de una alcantarilla se levantó. De la abertura brotó un chorro de aire caliente, podrido. Un mendigo ciego me gritó que bajara, le hice caso y descendí por una larga escalera instalada en el pozo de hormigón.
Tardé un rato en habituarme a la oscuridad, pero poco a poco las luces de las velas alumbraron a 15 niños acurrucados en las esquinas de una cámara de ladrillos o dormidos sobre las tuberías de la calefacción. Allí, uno de los líderes del grupo me dijo "Llevo 12 años en las calles, pero aquí la vida es distinta, la mayoría de nosotros ha dormido en la estación de ferrocarriles, ahora hemos cambiado". De pronto pensé en las palabras de Goethe poco antes de morir : “Más luz, más luz” y ví una mujer sentada en un rincón. Entonces le grité "Madre". La tomé de una mano, quise abrazarla y abracé un humo ligero. El deseo y la impaciencia habían quebrantado la ley.
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